por José Ismael Gutiérrez
Que una mujer se cubra hoy el cuerpo con ropas masculinas -una imagen quizás no tan habitual en el paisaje urbano de nuestros días como la del travesti masculino- apenas levantará suspicacias en los contextos masculinos más conservadores, pero no debemos pasar por alto que en épocas de mayor cerrilismo que la actual era todo un reto que no estaba exento de peligros. Invadir territorios prohibidos a las personas de su sexo o desear a otras mujeres eran, junto a la pobreza, la voluntad de defender la patria o la resistencia a separarse del hombre al que se amaba, algunas de las presiones que favorecían la adopción en las féminas de la máscara, del encubrimiento, del simulacro. En relación con el cambio de atuendo en una época imprecisa en que ciertas profesiones sólo estaban autorizadas a los hombres, los investigadores holandeses Dekker y van de Pol evocan una canción popular infantil que relata la historia peculiar de una doncella que decide hacerse marinero y logra permanecer durante siete años en la Marina. No obstante, su torpeza al izar las velas acaba delatándola, por lo que la muchacha, para escapar del castigo, confesaría su verdadero sexo y se ofrece como amante al capitán del navío[1]. Este será el modelo primordial de un suceso, que por su repetitividad, alcanzará el rango de tópico. En el ámbito de la historia, una de las mayores audacias del impulso lésbico (o una de las más conocidas) se la debemos a sor Benedetta Carlini, una abadesa italiana del convento de las teotinas que sedujo a una compañera de faenas “travistiéndose” de ángel. ¿Cómo consumó esta artimaña insólita en una religiosa del Renacimiento? Pues simplemente con la voz y la magia blanca. Hablando presuntamente con la voz del ángel Splenditelo, persuadía a la monja objeto de sus deseos de que para aprender latín era preciso que “él” le acariciara el pecho, cosa que hizo hasta que fue denunciada por las autoridades eclesiásticas.
Los ejemplos, provenientes de todas las representaciones de la cultura, de la historia, el folclore, la literatura o de las artes plásticas, se cuentan por millares, pues el disfraz varonil, amén de las pulsiones eróticas que en ocasiones motivaban su uso, o incluso como complemento de esos propósitos, se posiciona como una estrategia empleada, si no siempre contra el heterocentrismo asfixiante que ha dominado en las culturas patriarcales, al menos sí contra antiguas concepciones antifeministas, según las cuales la mujer debía estar al servicio de las necesidades de los hombres y, a la vez, bajo la protección y el dominio del varón, ya fuera éste padre, esposo o amante. En este sentido, la indumentaria masculina adornando el cuerpo de una mujer constituyó un salvoconducto que abría el camino hacia el horizonte de la libertad individual, cuando no supuso un arriesgado subterfugio que, en entornos cotidianos poco amigos de las hembras, avalaba su subsistencia, razón por la cual las heroínas de la épica y del drama del siglo XVII[2], las santas del calendario, las “doncellas guerreras” de los romances medievales y hasta algunos personajes femeninos del Quijote o de losDesengaños amorosos (1647) de María de Zayas y Sotomayor, se enfundaban ropas características del sexo opuesto.
Naturalmente, no se nos escapa el hecho de que, con el cruce de género, “ella”, es decir, el sujeto femenino, pasa en cierta medida a hacer las veces de “él”, de forma que, salvo cuando la suplantación se reduce a mero divertimento intrascendente -algo palpable en específicos intentos de las prostitutas por seducir a sus clientes o en prácticas rituales en las que interviene el disfraz-, la mujer permanece sujeta a las leyes del patriarcado, incapaz de vencer la situación de inferioridad que la ha venido afligiendo desde tiempos lejanos. En la vida real han quedado registrados los casos de obreras que usaban vestimenta de trabajo masculina, ya sea para eludir el acoso de sus compañeros, ya para ejercitar actividades laborales a las que no tenían fácil acceso. Así, en el Buenos Aires de 1907 despunta la tentativa de la española María López, entre cuyos planes no estaba brindar su vientre para el futuro de la patria de origen ni de la adoptiva; como necesitaba trabajar, resolvió desde su infancia huérfana de Lugo vestirse con sombrero de ala ancha, saco y camisa ordinarios, pantalón metido dentro de las cañas de las botas masculinas y un chambergo común. Y de esta guisa arribaría al Río de la Plata con tan sólo dieciséis años, trabajando primero en Pirán como peón en una estancia, hasta que un día, durante una visita a la capital argentina, llamaría poderosamente la atención con su insólito atavío, que resultó, en opinión del agente de Investigaciones, E. Franchini, “altamente sospechoso”. Según recogió el periódico La Prensa en aquel entonces, “Después de anotarse sus datos personales, y no existiendo motivo para mantenerla detenida, se la dejó en libertad, pero se la hizo vestir las ropas propias de su sexo que llevaba en una valija”[3].
Muchos de los archivos históricos conservados, lo mismo que actas notariales, grabados, biografías y memorias más o menos ficcionadas nos dan suficientes pistas de numerosas transgresiones de esta índole. Sobre la veracidad de otros casos, en cambio, planea la sombra de la duda cuando las crónicas, los periódicos de la época, los anecdotarios, los tratados de medicina, los informes de viajes u otros documentos no avalan la historicidad de los mismos. No obstante, eso no descalabra el poder sugestivo de fuentes menos rigurosas, pues, en verdad, si queremos disfrutar con absoluta holgura de los discursos más imaginativos sobre el travestismo femenino debemos dirigir la vista a la ficción (entendiendo la palabra “ficción” en todas sus acepciones), es decir, novelas, cancioneros populares, cine, teatro y ópera, producciones en las que el tema muchas veces se dirime de un hecho con base real.
Como quiera que la mujer ha estado siempre socialmente en desventaja respecto del sujeto masculino, hasta el punto de que en el seno de ciertas familias la llegada al mundo de una hembra ha sido vista como una calamidad, la táctica deltravestismo viene a encarnar una frágil alternativa escogida para sortear los incontables escollos de un destino que, para algunos personajes, se vislumbra sembrado de espinas. En el siglo XIX un joven apuesto, rico y brillante llamado Sandor se casa con una joven que lo amaba tiernamente. Sandor, sin embargo, no se priva de timar a su propio suegro en un asunto de propiedades. Llevado a juicio, y durante un examen médico, se determina que Sandor es en realidad Sarolta, princesa húngara criada como un muchacho por su propio padre que, de acuerdo con una prefiguración de la fábula freudiana, según la cual la mujer siente envidia por el pene del hombre, se lamentaba de no haber tenido un hijo varón. Pero dos siglos atrás, durante otro juicio médico, se revela también que el cirujano Eleno de Céspedes es en realidad Elena de Céspedes, la cual justificaría el aspecto femenino de sus órganos aduciendo que se había castrado accidentalmente mientras hacía experimentos científicos con su propio cuerpo. ¿Cómo explicaba la presencia de los senos? Según refirió al tribunal que la juzgó, no eran de mujer, sino abscesos producto de heridas de guerra[4]. En estos y otros incidentes, a cual más pintoresco, el traje es el eje del engaño y el desvestirse, por lo general, conducirá ineludiblemente hacia el trance fatal.
Porque es necesario recalcar que el significado subversivo ligado al travestismo puede verse interrumpido bruscamente en cuanto la posibilidad del descubrimiento amenaza con echar por tierra la continuidad del fraude, lo que le supondrá a la ejecutante la pérdida de su libertad, de casi todas las prebendas que tan afanosamente había ganado con su ingenio, o a veces, incluso, el sacrificio de su propia vida. En el peor de los casos, ésta no se libraba de recibir una amonestación que, vertida en un tono paternalista, pretendía minar la impetuosidad de esta mujer virilizada en el arte de la metamorfosis y evitar su reincidencia en tan atípica conducta, advirtiéndosele de paso del veredicto que se le aplicaría de persistir en su mascarada. Si bien unas pocas mujeres salieron ilesas de la sofisticada trama que idearon, ya sea porque el secreto de su impostura sólo saldría a la luz tras su muerte, ya sea porque la delación no tuvo graves consecuencias para su integridad personal (así le sucedió, por ejemplo, a la soldado del ejército del zar Nadezhda Durova, al ciudadano norteamericano conocido como Murray Hall o al jazzista Billy Tipton, cuyo verdadero nombre era Dorothy Lucille Tipton), otras, con menos suerte, pagaron caro el haber sacrificado en el altar del universo androcéntrico la sujeción a normas hermanadas a la potestad varonil, baluarte de estereotipos sociales y sexuales fosilizados a lo largo de los siglos.
Si, como hemos señalado, la literatura, el discurso cinematográfico y otras realizaciones artísticas y culturales han explotado hasta la saciedad y de diversas maneras el tópico de la mujer disfrazada de varón, es porque su performatividadconecta con obsesiones milenarias enraizadas en la psique del ser humano. Testimonio de ello son las Metamorfosis de Ovidio, donde se relata la historia de Ifis, a la que desde su nacimiento su madre hizo pasar por niño por temor al castigo del padre, que deseaba un varón a toda costa, o los cuentos orientales de Las mil y una noches, en uno de los cuales, un relato largo, casi una novela, aparece una princesa guerrera y jugadora de ajedrez llamada Budur, por no mencionar la trilogía de Tolkien El señor de los anillos (1954-55), donde encontramos el ambiguo personaje de Eowyn, o, pasando a otro medio de representación cultural, la cinta de dibujos animados Mulan, de la Factoría Disney (1998).
Aunque con objetivos distintos, en tiempos modernos la mujer ha acudido igualmente a la retórica del travestismo en toda clase de manifestaciones pictóricas, literarias y fílmicas para remover un debate todavía inconcluso en torno a la vieja desigualdad entre los sexos o acerca de la marginación femenina en los contextos machistas y falócratas de distintas partes del mundo. Desmarcada de su estatus radical de dependencia afectiva, económica y social, la mujer, en su versión como travesti, ha sido asimismo un cliché estético-literario proclive al esclarecimiento de la relatividad de nociones como “masculino” y “femenino”, categorías cuyos difuminados límites se han extendido por un deconstructivista lienzo dispuesto a poner en jaque patrones socioculturales de género fijos e inamovibles gracias a los que cobran carta de naturaleza incesantes problemas de identidad sexual o de representación físico-genérica. Incluso desde mediados del siglo XIX hasta épocas más recientes, se ha echado mano de la imagen de la fémina vestida de hombre para poner de relieve la crisis interna de los fundamentos del imaginario decimonónico de la nación, de sus arbitrarios discursos, fundados esencialmente en lo uno y en lo homogéneo y sustentados, por regla general, sobre un sistema de legislaciones extremadamente autoritarias, no siempre confiadas por el poder institucionalizado al papel escrito, pero avaladas por una conceptualización presumiblemente lógica de la vida que catalogaba de extravagante, anormal y “desviado” todo lo que se percibía como diferente.
Con independencia del móvil que ha influido en el travestismo, así como de las intrincadas avenidas recorridas por sus denostados agentes, el disfraz procura aportar a la mujer una dosis de ilusoria rebeldía, la inclinación a ser otro/a más libre, ajeno/a a las restricciones normativas legitimadas por los convencionalismos morales de un determinado período histórico y de una cultura, aunque historiadoras como Shari Benstock sean de la opinión de que, al oponerse a determinada vestimenta y a cierto comportamiento asignado, las mujeres que han practicado el travestismo no hacían sino mostrar su inadaptación, exhibiéndose como paradigmas con el ropaje de sus opresores[5]. Aun cuando la transmutación no se consuma por completo o apenas perdure en el tiempo, o aun cuando no implique siempre un desvío en la orientación sexual original prescrita por el personaje que la desarrolla, ni se cuestione, a ojos del espectador, el efecto transitorio de semejante acto o su incapacidad para disimular la verdad que se esconde tras la apariencia, eltravestismo suele activar un modus operandi deslegitimador que pone en entredicho ciertas formas convencionales de normativismo social y sexual. En la célebre novela de Gustave Flaubert, Madame Bovary (1857), la insatisfacción de Emma con el papel que le ha endilgado, por ser mujer, la sociedad francesa de su siglo se traduce en maneras masculinizantes. Madame Bovary, como puede advertir el lector menos sagaz, adopta a veces modales, actitudes e incluso la indumentaria de un hombre. Vestida “como un hombre”, peinada “como un hombre”, pasea “con un cigarrillo en la boca”, o con “un sombrero de hombre”. Emma impone su voluntad y es quien toma las decisiones en su matrimonio. Domina a Charles siempre y es ella, por ejemplo, la que cobra las facturas de los enfermos del marido. Durante su última noche en Rouen, va al baile de disfraces vestida de hombre. En su relación con León, es ella quien se desplaza para verle y además, teniendo en cuenta la tacañería de su amante, tienen que compartir los gastos del hotel en el que se encuentran a hurtadillas. León es un hombre sin energía, que a Emma le “parece una mujer” y en otra ocasión “un cobarde”. Y cuando va a dar un paseo a caballo con Rodolfo, otro de sus amores clandestinos, se alude a la necesidad “de un traje de amazona”. Mujer viril, amazona, inconformista dentro de unos límites, Emma ocupa un papel masculino frente a un marido y unos amantes afeminados, pasivos, blandos, remisos a tomar iniciativas. Por tanto, como han reparado Rosa de Diego y Lydia Vázquez al analizar esta figura novelesca, el personaje subvierte la distribución habitual de sexos y actitudes como una forma de reclamar libertad para sí misma[6]. No sin razón el poeta Charles Baudelaire subrayó tempranamente el carácter varonil de la protagonista, a la que no vaciló en llamar “extraño andrógino”[7].
En términos gnoseológicos, toda manifestación de travestismo, sea lingüística (física) o propiamente teatral, actuada a través de las palabras, del tono de voz o del comportamiento (externo), supone lo que Judith Butler describe como una muestra prototípica de “perfomatividad” de género y/o de sexo[8]. En otras palabras, implica una negociación con alguna representación convencional con un patrón estable, la de un cuerpo normal, la de un papel prescrito en un libreto o la de la forma como se piensa que alguien actúa habitualmente.
La actuación travesti es transversal en múltiples dimensiones. Se desliza con rapidez de un objeto a otro, de uno a otro tema, de macho a hembra (o de hembra a varón), de feminidad a afeminación (o de masculinidad a masculinización), de lo real a lo imaginario, entre lo dado y lo improvisado. Por ello no estaríamos muy acertados si acatáramos que el travestismodefine siempre un espacio de parodia de la subversión, como tampoco sería exacto sostener que representa un ritual intensificador. En realidad, el travestismo engloba un profundo equívoco. Asume un espacio intermedio que no es ni masculino ni femenino, sino una convergencia de ambos a la vez. Contrastantes e incluso antagónicas, las intenciones se mantienen ahí en suspenso, pero ninguna se anula; de ahí que, como ha postulado Roger N. Lancaster, “no es sólo que a través de un gesto determinado se refracten múltiples intenciones, sino que, más aún, muchos posibles ‘yo mismos/as’ -y muchos ‘otros/as’ posibles- están siempre en juego”[9].
Todo acto de atención, de apropiación física, todo poder empático de la carne, comporta una suerte de trasposición, de cruce al otro lado, una pérdida y una recuperación del propio ser. Prácticas cotidianas que se prolongan en multitud de deseos adicionales de trasponer, de cruzar al otro lado y que parecerían inherentes a la estructura social de la percepción. Representar el papel del/a otro/a equivale a romper el equilibrio existente entre los atributos contingentes de la identidad: supone asumir que el cuerpo es maleable, que los ademanes de la representación son, a fin de cuentas, simples extensiones de los gestos que uno/a ya hace y que, por cierto, cualquiera es capaz de hacer. En tanto problema de movimiento, la representación transversal es la exploración de un espacio todavía no apropiado pero que está próximo al espacio conocido. Quien actúa intenta abandonar el horizonte propio con el fin de ver el horizonte de otro/a y así gozar de un paisaje diametralmente diferente. Y al habitar ese otro espacio, se descubre, según indica el mismo Lancaster, que el/la otro/a es un “yo-mismo/a” posible entregado/a a la extravagancia y al exceso[10].
Por otra parte, si interpelamos a la orientación sexual como una de las marcas potenciales que empiezan a desdibujarse con el cambio de género, se impone aclarar que el travestismo (tanto el masculino como el femenino) no está vinculado necesariamente al deseo homosexual, aunque ciertamente algunas mujeres travestidas de hombres no hayan ocultado sus inclinaciones lésbicas. El travestismo puede ser simplemente expresión de una identidad política, ideológica y cultural, y relacionarse con el poder, especialmente porque su presencia sugiere que la representación de género siempre es actuación[11]. De modo que si la categorización de género puede ser manipulada, invertida, hay que concederle, pues, a este mecanismo que transita por la cuerda floja del engaño una notable inestabilidad de cara al sentimiento de alteridad entre los sexos, es decir, una indeterminación desjerarquizadora de todo esencialismo ontológico.
Marjorie Garber ha explicado que el travestismo “es un espacio de posibilidad que estructura y confunde la cultura: el elemento disruptivo que participa, no sólo en una crisis de la categoría del macho y de la hembra, sino de la crisis de la categoría en sí misma”[12]. Ello quiere decir que hay mucho poder en el hecho de vestirse de la manera que supuestamente es del otro género, lo que hace que el observador dude de la categorización polar de género y muestre que el “actor” también la pone en duda.
La presencia aparentemente espontánea o inesperada o suplementaria de una figura travestida en un texto [...] que no parece que, temáticamente, esté principalmente preocupada por la diferencia de género o por el género desdibujado indica una crisis de la categoría [...], un conflicto irresoluto o lo esencial epistemológico que desestabiliza el cómodo binarismo[13].
Llevada esta premisa a la experiencia literaria, obtenemos que la presencia del travestismo hace que el lector no se sienta cómodo, le hace vacilar de sus suposiciones y cuestionar las apariencias; denota que el sujeto que se traviste en el texto logra a veces despistar al observador o al lector. Dado que se trata de una expresión optativa de la persona, es algo que surge desde la intimidad de la misma y tiene mucho más significado al exteriorizarse. En ello reside el impacto de la imagen equívoca del travesti, porque el travestismo cruza límites, empuja y provoca desconcierto, al tiempo que reconoce y desafía las normas sociales poniendo de relieve que el género, como han expuesto algunas teorías neofeministas, es básicamente una construcción social: la gente se forma ideas preconcebidas acerca de un sujeto basadas en signos producidos y reproducidos dentro de la misma sociedad. La sociedad reconoce ciertas maneras del comportamiento de la gente, como el traje que se pone, la agresividad o la sumisión, el trabajar fuera o dentro de la casa, y lo asocia claramente con cierto género. Si una mujer o un hombre se enfrenta a algo con valentía, se dice que “lleva bien puestos los pantalones”, aunque la biología no tenga nada que ver con el traje que usa la gente. Y lo que es más relevante: es solamente en el marco de la complejidad de la sociedad moderna y occidental, donde existen tantas instituciones, que hay que asignar roles para imponer determinado orden. Con instituciones y roles complicados viene la reinscripción de valores a los papeles asignados, como el valor que se le da al hombre.
Lógicamente, cuando se trata de una situación interpersonal, no hay ninguna razón para que un varón se enfrente a una situación mejor que una mujer; sin embargo, en la complejidad de la sociedad moderna, el hombre se relaciona con el poder fuera de la casa pero, por el valor que la sociedad le asigna al dinero que viene de fuera del ámbito doméstico, el hombre también adquiere poder dentro del hogar. En realidad, no es que la mujer-madre carezca de poder, sino que la sociedad reconoce más abiertamente el poder del dinero, de manera que el que percibe una remuneración externa por su trabajo gana más respeto. La idea que atribuye valores sociales a los roles de género demuestra que los valores genéricos, repitámoslo, son sociales, no naturales. La existencia misma del travestismo, y el simple hecho de que se le reconozca como un fenómeno extraño que suscita toda suerte de especulaciones, muestra que el género se construye socialmente. Digamos que los límites sociales ya están, y el travestismo, en verdad, lo que hace es ponerlos en tela de juicio[14].
Las incidencias de estos cruces y reacomodaciones que acompañan al travestismo, lejos de parecer banales, agravan la tarea de uniformar los desplazamientos en la vestimenta convencional perpetrados por los que de alguna manera han buscado infringir los imperativos culturales hegemónicos. Eludir las polarizaciones de la dialéctica masculino/femenino, pero en ocasiones también reproducir, dentro de algunas de las prácticas del lesbianismo, los códigos heterosexuales repudiados por los sujetos que aman a los de su mismo sexo, son dos de los motivos que explican el que, por ejemplo, durante los años locos en París, las mujeres modernas de las clases acomodadas (Radclyffe Hall, Nancy Cunard, Jane Heap, Lady Troubridge, la marquesa de Belbeuf...), se vestieran de varón y acudieran a fiestas de disfraces que incluían todas las variables imaginativas, desde la túnica griega o el corselete de gitana, pasando por los cascabeles del bufón y el mameluco de Pierrot. El travestismo y la transexualidad mezclaban, en estos eventos, razones estéticas, eróticas y feministas. A menudo, como en el caso de Colette, arrastraba secuelas del decadentismo del siglo XVIII, donde el aspecto de “golfillo” daba a una dama distinguida un plus de voluptuosidad que la valorizaba ante el voyeur (siempre hombre). Vestirse de varón ha revelado también licencias en días de festividades paganas donde las mujeres se probaban con el traje prohibido la libertad. Y señalo esto porque casi todas estas travestidas parisienses de la Belle Époque amaban el mundo griego, simplemente porque en él había vivido Safo, que más modernas que las modernas, amó sólo con su sexo, sus versos y su túnica[15].
¿Qué tiene que ver el gesto modernista, no falto de esnobismo reivindicativo, de este grupo de intelectuales o aristócratas homosexuales -cuyas poses parecen dar la razón al criterio de los sexólogos del siglo XIX de que los cuerpos andróginos de las lesbianas contenían el alma de hombres que intentaban escapar a la forma femenina- con el malogrado proyecto de una Isabelle Eberhardt o el de la niña protagonista de la película Osama, por ejemplo? Mucho y a la vez casi nada, pues exceptuando el impulso de exteriorizar un alejamiento de los roles tradicionales y de las expectativas sociales respecto del matrimonio y de la maternidad como denominador común, perceptibles matices diferenciadores reducen el foco de las similitudes que las acercarían unas a otras. La película de Siddiq Barmak, de 2003, que recrea un hecho auténtico, pormenorizado en una carta que un viejo profesor hizo llegar a las manos del guionista y director cuando éste se hallaba refugiado en Pakistán durante el régimen talibán, narra los suplicios, difícilmente concebibles como reales a pesar de las evidencias, que ha de padecer una niña de doce años que vive en un entorno familiar formado sólo por la madre y la abuela y al que sorprende la llegada al poder de los talibanes. Durante el régimen talibán, las mujeres perdieron el derecho a trabajar y a salir a la calle si no iban acompañadas por algún miembro masculino de la familia, que en el caso de este grupo familiar exclusivamente femenino sencillamente no existe. Los talibanes implantaron el uso obligatorio del burkha a las mujeres (un manto que cubría la totalidad del cuerpo, con una sola abertura en pantalla a la altura de los ojos, aunque protegida por una tupida redecilla de hilos entretejidos). La sanción posterior por el uso del maquillaje, sin que nadie supiera cómo era posible detectar tal cosa bajo el siniestro atuendo, fue otra de los excesos en que incurrieron. Lo más grave es que la educación infantil y juvenil se paralizó, puesto que, además de que las niñas no podían asistir a la escuela, la mayoría no tenían quien les enseñara ya que la mayor parte de los maestros eran mujeres. Debido a ello, para intentar sobrevivir, la madre decide cortarle el pelo a su hija, la disfraza de muchacho y la coloca como aprendiz de un artesano, quien, tras haber luchado junto a su padre muerto en la “guerra de liberación”, se compadece de la situación familiar al punto de arriesgar su situación y quizá su vida. Pero la suerte de la protagonista deOsama está echada y la mentira quedará finalmente al descubierto al ser incorporada a la madrassa, escuela coránica talibán, a consecuencia de un juego infantil aparentemente inocente. A partir de ahí la vida de la niña pasa a valer menos que la de una alimaña.
En un film menos polémico, dirigido por Jafar Panahi (Offside, 2006), se relata también la historia de unas chicas disfrazadas de chicos. Esta vez la finalidad es intentar entrar en un estadio de fútbol en Irán, donde no se permite oficialmente el acceso a las mujeres[16].
A diferencia de estos exponentes, el travestismo de Isabelle Eberhardt, una joven escritora suiza de espíritu libertario, no tiene origen tanto en la necesidad de subsistencia como en la exigencia de una reafirmación identitaria que, sin embargo en su caso, está plena de ambigüedades. Llamada también Nicolás Podolinski y otras veces Mahmoud Saadi, Isabelle se hacía pasar por un muchacho musulmán: hablaba y escribía árabe a la perfección, se había convertido al islamismo y pertenecía a una hermandad sufí. Ataviada de hombre recorrió el Magreb; dormía en el desierto con los beduinos, cabalgaba entre las dunas, conversaba durante el día sobre misterios místicos con los marabouts (líderes religiosos) y visitaba por las noches todos los burdeles del norte de África. Su vida fue fascinante, ambigua, llena de dolor y contradicciones. Desde niña Trophimovski, su tutor, y en realidad también su padre biológico, le cortaba el pelo, la vestía y la trataba como a un chico. Asimismo, desde su infancia se dedicó a escribir; usaba diversos seudónimos para firmar sus textos, se fingía hombre en sus cartas y empieza a publicar pronto en revistas francesas.
El primer viaje de Isabelle al norte de África lo hizo a los veinte años y con su madre. Para la ocasión se afeitó la cabeza, se atavió con las vestimentas del sexo contrario y se hizo llamar Mahmoud. Creía que engañaba a todos con respecto a su sexo, pero, la verdad, viendo las fotos de la época[17], parece increíble que pudieran tomarla por un hombre, pues era guapa, de labios carnosos y tenía cara de muñeca. Probablemente los argelinos estaban para entonces tan acostumbrados a las extravagancias de los extranjeros que arribaban a sus costas, que fingieron verla como ella quería que la viesen, como un mozalbete.
Siempre ha despertado una curiosidad morbosa la sexualidad de este extraño personaje que, al parecer, sólo se excitaba cuando se vestía de chico, aunque también, por lo que se sabe, sólo le atrajeron los varones: le encantaba visitar burdeles con otros hombres, pero ella sólo observaba. Fue muy promiscua y al final de su vida padecía sífilis (y paludismo). Ahora bien, también fue muy espiritual. Vivía una vida doble y escindida; por las mañanas pura y ascética, siempre en persecución de la verdad mística y de la belleza literaria; y por las noches, oscura y entregada a los placeres efímeros de la carne.
Su constante subversión de las normas (al ser una occidental travestida de oriental y, por descontado, de varón) influyó en su marginación y en los problemas que siempre tuvo. Aún así, al repasar la breve pero intensa biografía de Eberhardt uno se llega a sorprender, como le ha sucedido a la escritora Rosa Montero[18], de las muchas cosas que le ocurren. Y hemos de preguntarnos al respecto, como seguramente ella misma se preguntaba, por qué la perseguían tanto, por qué la tomaban por quien no era, por qué la escogieron para el atentado que sufrió en 1901 (mientras estaba en la casa de uno de los líderes de la Qadirya un joven entró y, sin mediar palabra, le asestó tres sablazos, uno en la cabeza y dos en un brazo), cuando ella verdaderamente no hacía nada: era una persona más bien marginal, inerte, contemplativa. Pero se diría que su falta de identidad, esa plasticidad con la que se convertía en cualquier cosa (en hombre y en mujer, en occidental y en oriental, en mística y en pecadora) funcionaba también para los otros y era motivo suficiente para que su inclasificable presencia incomodase a un sector ultraconservador de la comunidad en la que había elegido vivir.
Actos de esta naturaleza, tan heterogéneos, plasmados en el cuerpo (moldeable) de las mujeres en particular, y en general de cualquier persona, nos llevan a concluir, con Roger N. Lancaster, que “El travestismo tiene implicaciones sociales diferentes dependiendo de quién se traviste, qué género asume, y en qué contexto lo hace. Hombres y mujeres, ricos y pobres, heterosexuales [straight] y afeminados [queer], todos juegan, todos actúan, pero no todos lo hacen ni pueden hacerlo de la misma manera, con las mismas intenciones, ni para producir los mismos efectos”[19]. Y, efectivamente, a la luz de las pocas anécdotas aquí esbozadas se infiere que lo que distingue a la problemática deltravestismo -que en inglés se denomina también con el término “cross-dressing”- es su condición de multiplicidad, su intención de dispersión, su mecanismo cambiante y reacio a definiciones precisas. En cualquier caso, en la mayoría de las oportunidades el engaño que tramaron las mujeres a través de la indumentaria varonil, sobre todo en el pasado, ha obedecido a un deseo expreso no tanto de romper como de escamotear moldes sociales y genéricos adscritos a una visión machista de la vida o segregadores de insostenibles esquematismos en los planteamientos sexuales tipificados por la costumbre, delatando una necesidad urgente de afianzar una identidad no siempre clara, pero disconforme en todo momento con la otorgada por la naturaleza o con la que el orden sociopolítico e ideológico en vigor les había impuesto a la fuerza.
Ahora bien, en el momento histórico actual, cuando la equiparación jurídica de género, la posibilidad de acceso de la mujer a una formación superior o la indiscriminación en las relaciones laborales son realidades aparentemente tangibles, ¿tiene algún sentido el recurso de la ocultación y de la polisemia identitaria, tal como lo practicaron nuestros antepasados del sexo femenino? A primera vista pudiera parecer que no, pero una mirada más atenta al fondo de la cuestión nos permitirá dilucidar que, tras la tranquila fachada de publicitado liberalismo que difunden los discursos “políticamente correctos” de nuestra posmodernidad, subsisten problemas aún pendientes de solventar. Pese a que en el transcurso del siglo XX los conceptos de las funciones privadas y públicas de la mujer no han dejado de redefinirse a favor de ésta, un largo camino en la lucha en pos de una completa homologación entre ambos sexos queda todavía por recorrer. Así lo ha precisado, por ejemplo, Gilles Lipovetsky al percatarse de la ingente diversidad de tareas que acumula la mujer trabajadora del cambio de milenio, dentro y fuera de la casa, o de la desemejanza de expectativas amorosas de mujeres y hombres[20]. Por supuesto, la desigualdad sexual que sigue perpetuándose en Occidente resulta minúscula si la comparamos con la que exhiben otras culturas tercermundistas o propias de regiones “subdesarrolladas”. Y es más: todavía en las dos terceras partes del planeta las féminas siguen siendo seres sin identidad propia, sin voz ni voto, ciudadanas de segunda o tercera clase, sin derecho a reclamar libertades ni denunciar las injusticias que padecen. Asumiendo con resignación su destino, arrostran el estigma de una perpetua invisibilidad, y obligadas a ocultar su rostro en público o a permanecer encerradas en el hogar durante el día, se les prohíbe casi todo, incluso hablar con los transeúntes con que se topan en la calle, escoger esposo o, lo que es más atroz, experimentar placer sexual de por vida al sometérseles desde niñas a una brutal intervención quirúrgica en la que se les extirpa el clítoris. En contextos inhumanos como estos, el que los sujetos femeninos se travistan de hombre puede seguir personificando una urgente válvula de escape que posibilitará, con algo de suerte, el acceso a los umbrales de una existencia más tolerable.
Por fortuna, eso no ocurre en los lugares más modernizados del planeta, donde si una mujer desea hacer valer sus derechos (y, por lo general, es libre para hacer tal cosa), suele manifestarse a cara descubierta, sin necesidad de disimular su sexo tras el tradicional disfraz varonil ni ningún otro artificio que distorsione su identidad biológica. Dejo aparte, claro está, ciertas incursiones, de carácter ritual, como las desarrolladas durante festividades como el carnaval, celebraciones de origen popular caracterizadas por la transgresión secular de roles, donde la pasajera instrumentalización de la ropa no amenaza verdaderamente el sistema establecido; se trata de un gesto lúdico, de esparcimiento, consumado el cual vuelven a restablecerse las normas y las jerarquías preexistentes. También la figura de la mujer envuelta en hábito de varón dentro del mundo del espectáculo y de las representaciones teatrales es contemplada sin el menor recelo, habida cuenta que estos perfomances vinculados al atavío, al maquillaje, a la voz y a la gestualidad se originan en el marco de una realidad ilusoria, pertenecen a la esfera de la interpretación y casi siempre se dan en obras teatrales de corte clásico. Curiosamente, en el campo de la moda, la vestimenta femenina se ha enriquecido en los últimos cien años con prendas y complementos que tradicionalmente formaban parte de la estampa masculina sin que por ello los portavoces del poder masculino, tal vez en un principio reacios a estas novedades, hayan podido hacer nada para evitarlo. De todas formas, y en otro ángulo del epicentro feminista, no sé si supondrá una conquista para la mujer independizada de hoy en día el hecho de que en la cotidianidad de su estresante vida laboral haya tenido que “masculinizarse”, no ya por medio de sus prendas externas sino a través de una agresividad con la que intenta demostrar a la sociedad varonil que la ha infravalorado que está más que capacitada para desempeñar trabajos de tanta responsabilidad como los que hasta hace poco estaban destinados sólo a los hombres.
Problemática diferente es la de aquellas personas que, sin una razón biológica identificable, se ven metidas en la piel de un sexo que no les corresponde. Me refiero a las transexuales, mujeres de apariencia hombruna que se reconocen, sienten, se comportan y, por consiguiente, visten como varones; mujeres que en ocasiones llegan a exigir un cambio de sexo y a consolidar relaciones sentimentales con otros sujetos que asumen frecuentemente en la distribución de roles dentro de la pareja uno considerado por tradición como femenino. Naturalmente, la transexualidad, en sentido estricto, cae fuera ya del fenómeno que venimos llamando travestismo, y es que hay que diagnosticarlo como un síndrome peculiar que emana del inexplicable desajuste entre sexo biológico y género, y que conlleva gravosos traumatismos que en parte hoy pueden subsanarse gracias a la ingesta de hormonas y al milagro de la cirugía.
Pero dejando a un lado lo específico de esta casuística, convengamos en que la recurrencia al traje de varón como método de camuflaje por parte de las mujeres (o como revelación de formas de sentir marcadamente varoniles en algunas de ellas) nos remite frecuentemente al ayer o a áreas geográficas y culturales exóticas. Además, tal práctica suele estar especialmente enraizada, o bien a aquellas producciones discursivas de épocas pretéritas (por lo general anteriores a los menos misóginos siglos XX y XXI), o bien a narrativas que, aun siendo contemporáneas, nos transportan a un tiempo otroen el que primaban hábitos cotidianos -hoy felizmente en retirada- que subyugaban a la mujer o modelos sociales sumamente estrictos en los que el encubrimiento vestimentario representaba una salida que tenía (o que tiene aún) un potencial liberador determinante. Tales relatos se inscriben, por otra parte, en las modalidades de la novela histórica -tan en boga en la actualidad- o en el relato de aventuras y en la biografía novelada[21], o bien se encarama al rango de la categoría testimonial, al presentarnos descarnadas historias que denuncian, directa o indirectamente, los efectos siniestros que ciertas sociedades africanas y del mundo islámico y oriental ocasionan con su sistema de valores patriarcales. Sociedades que, al someter a patrones masculinos a la mujer y hacer de ella un cuerpo dócil y fácilmente manejable, tras despojarla de inteligencia, alma racional y después de privarla de capacidad de elección, se aferran a una serie de absurdos y anacrónicos convencionalismos. Culturas androcéntricas que perpetúan medidas discriminatorias tendentes a ningunear la presencia femenina dentro de la esfera pública e íntima, que la reducen a objeto de vejaciones físicas y psicológicas y que, en definitiva, le niegan la posibilidad de disfrutar de aquellas facetas espirituales y materiales de la vida a las que, como ser humano que es, tiene pleno derecho.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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[1] Rudolf M. Dekker y Lotte van de Pol, La doncella quiso ser marinero. Travestismo femenino en Europa (siglos XVII-XVIII),pról. Peter Burke, trad. Paloma Gil Quindós, Madrid, Siglo XXI, 2006, pp. 2-3. Libro pionero en este género de estudios, la versión inglesa llevó por título The Tradition of Female Trasvestism in Early Modern Europe, foreword by Peter Burke, New York, St. Matin’s Press, 1989.
[2] Tanto el teatro isabelino inglés (Shakespeare) como la comedia barroca en España (Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Cervantes) están plagados de mujeres travestidas.
[3] La anécdota la recoge Osvaldo Bazán (en Historia de la homosexualidad en la Argentina. De la Conquista de América al siglo XXI, Buenos Aires, Editorial Marea, 2004, pp. 162-163), quien también saca a la luz las aventuras de María Leocadia de Ita, de la italiana Dafne Vaccari o de Pepita Avellaneda, excepcionales todas en sus empecinadas tentativas por reinventarse a sí mismas mediante el camuflaje.
[4] También Cristina Morató en Viajeras intrépidas y aventureras (pról. Manu Leguineche, 6ª ed., Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2005) resalta la contribución de un buen número de viajeras, exploradoras, navegantes y conquistadoras que, ya desde la Edad Media y hasta la actualidad, deciden abandonar hogar y familia para emprender largas y agotadoras jornadas sin importarles el peligro que corren. Común a la mayoría de ellas es la apariencia de hombre que asumen externamente, el hecho de que escriben relatos de viajes bajo seudónimo, que se desplazan solas hasta lugares exóticos o que tienen una agitada vida sentimental. Asimismo, para un catálogo extenso de mujeres travestidas, aconsejo, a pesar de su escaso aparato teórico, el ensayo de Miguel Ángel Almodóvar Armas de varón. Mujeres que se hicieron pasar por hombres (Madrid, OBERON, 2004). El periodista español despliega un surtido abanico de relatos en los que aparecen dibujadas alrededor de un centenar de féminas (reales o legendarias) que se han hecho pasar por hombres. Este y otros investigadores coinciden en achacar al disfraz varonil la condición de instrumento destinado a ahuyentar los miedos profundos del ser humano o a escamotear el atolladero social provocado por la presión de los roles sociales o sexuales dominantes. Evitar la violación, practicar actividades socialmente masculinas, alternar en lugares públicos o ejercer un oficio no consentido en su tiempo a la mujer, como la medicina, la abogacía o la milicia, entre otros, en vez de aceptar pasivamente la invisibilidad y la sumisión que les aguardaba en las sociedades androcéntricas y abiertamente machistas en que vivían, son algunas de las razones que impulsaron al sujeto femenino a tomar partido por el disfraz.
[5] Shari Benstock, Mujeres de la “Rive Gauche”: París 1900-1940, trad. Víctor Pozanco, Barcelona, Editorial Lumen, 1992, p. 560.
[6] Rosa de Diego y Lydia Vázquez, Figuras de mujer, Madrid, Alianza Editorial, 2002, p. 132.
[7] Charles Baudelaire, “Madame Bovary, por Gustave Flaubert”, en Crítica literaria, introd., trad. y notas Lydia Vázquez, Madrid, Visor, 1999, p. 163.
[8] Véase, por ejemplo, Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”, trad. Alcira Bixio, Buenos Aires/Barcelona/México, Editorial Paidós SAICF, 2002, entre otros ensayos de la pensadora estadounidense.
[9] Roger N. Lancaster, “La actuación de Guto. Notas sobre el travestismo en la vida cotidiana”, en Daniel Balderston y Donna J. Guy (comps.), Sexo y sexualidades en América Latina, trad. Gloria Elena Bernal y Gabriela Ventureira, Buenos Aires/Barcelona/México, Editorial Paidós, 1998, pp. 40-41.
[10] Ibidem, p. 47.
[11] Cfr. Anita K. Stoll y Dawn L. Smith (eds.), Gender, Identity, and Representation in Spain’s Golden Age, Lewisburg, Bucknell University Press, 2000, p. 186.
[12] Marjorie Garber, Vested Interests. Cross-Dressing & Cultural Anxiety, New York, Routledge, 1992; la traducción es nuestra.
[13] Ibiddem, p. 17; la traducción es nuestra.
[14] Aunque centrada en los desplazamientos genéricos operados desde el orbe masculino al femenino, una excelente síntesis comentada de los principales acercamientos actuales al tema del travestismo se encuentra en el ensayo de Josefina Fernández, Cuerpos desobedientes. Travestismo e identidad de género, Buenos Aires, IDAES, Universidad Nacional de San Martín/Edhasa, 2004, pp. 39-65. La autora recoge en su libro las principales teorías sobre el fenómeno agrupándolas en tres grandes bloques: las que lo ven como expresión de un tercer sexo (Gilbert Herdt, Kay Martin y Bárbara Vorhies, Will Roscoe, Hilda Habychain, Anne Bolin), las que lo interpretan como reforzamiento de las identidades genéricas (Victoria Barreda, Hélio Silva, Annie Woodhouse, Richard Ekins) y las que lo entienden como un géneroperformativo (Teresa de Lauretis, Judith Butler, Thomas Laqueur, Pedro Lemebel).
[15] Sobre la actividad de las expatriadas anglosajonas en la capital francesa del París de las primeras décadas del siglo XX véase Shari Benstock, op. cit.
[16] El arte cinematográfico ha sido pródigo en la representación de la mujer travestida de hombre. Véanse, si no, películas tan diversas en estética, tema e intencionalidad como Marruecos (Morocco) (1930), de Josef von Sternberg, La reina Cristina de Suecia (Queen Christina) (1933), de Rouben Mamoulian, La gran aventura de Silvia (Sylvia Scarlett) (1935), de George Cukor, Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travel) (1941), de Preston Sturges, Fast Break (1978), de Jack Smight, los musicales Víctor o Victoria (Victor/Victoria) (1982), de Blake Edwards, y Yentl (1983), de Barbra Streisand, Belle époque(1992), de Fernando Trueba, Orlando (1992), de Sally Potter, Shakespeare enamorado (Shakespeare in love) (1998), de John Madden, Boys don’t cry (1999), de Kimberly Peirce, o las diversas versiones sobre las gestas de la heroína francesa Juana de Arco y de mujeres piratas que se adentraron en arriesgadas aventuras a lo largo y ancho de los océanos, entre otras muchas producciones cinematográficas. Vid. Paula Rodríguez Marino, “Antecedentes del travestismo femenino y masculino en el cine”, Mnemocine. Memoria e imagen, 20 feb. 2002, 18 sept. 2006<http://www.mnemocine.combr/cinema/historiatextos/paulamarino.htm>.
[17] A los diecinueve años se hizo dos retratos en un estudio fotográfico de Ginebra, uno vestida como un joven árabe, otro de marinero, con una gorra que ostentaba, como nombre del hipotético barco, la palabra “Venganza”.
[18] Rosa Montero, Historias de mujeres, 23ª ed., Madrid, Alfagura, 2003, p. 167.
[19] Roger N. Lancaster, op. cit., p. 65; la cursiva es del autor.
[20] Cfr. Gilles Lipovetsky, La tercera mujer. Permanencia y revolución de lo femenino, trad. Rosa Alapont, 5ª ed., Barcelona, Editorial Anagrama, 2002.
[21] Pensemos en textos como Duerme (1994) y La otra mano de Lepanto (2005), de Carmen Boullosa, Hija de la fortuna(1999), de Isabel Allende, Mujer en traje de batalla (2001), de Antonio Benítez Rojo, Lobas de mar (2003), de Zoé Valdés,Juana de Arco. El corazón del verdugo (2003), de María Elena Cruz Varela, La monja alférez (2004), de Ricard Ibáñez,Historia del Rey Transparente (2005), de Rosa Montero, o La Dama de Arintero (2006), de Antonio Martínez Llamas, por mencionar sólo algunos de los textos escritos en castellano.
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