La colección de fotos del cineasta Sébastien Lifshitz en Arlés recorre los orígenes del movimiento transgénero a través de imágenes anónimas de mercadillos de medio mundo
Seguirá exasperando a los reaccionarios más furibundos, pero el travestismo
es tan antiguo como la humanidad: ahí están los mitos griegos, las
vidas de santos, las leyendas chinas y el teatro barroco para
demostrarlo. Con la invención de la fotografía, a mediados del siglo
XIX, aparecen las primeras muestras visibles de una práctica proscrita
durante siglos en nombre del orden sexual, sobre el que reposaba también
el social. El Antiguo Testamento consideraba que el travestismo suponía
“una abominación a los ojos de Yahvé”, mientras que la ley civil de
muchos países europeos lo castigó con la pena capital hasta el siglo
XVIII, cuando quedó sustituida por una simple multa y fue catalogada
como perversión clínica.
Esta
firme prohibición no impidió que parte de la humanidad siguiera
vistiéndose con el atuendo del género opuesto. La colección fotográfica
del cineasta francés Sébastien Lifshitz supone una prueba adicional de
ello. Su archivo, formado por 2.000 imágenes anónimas rastreadas en
mercadillos de medio mundo durante los últimos 20 años, se expone por
primera vez en los Encuentros Fotográficos de Arlés,
que se celebran en la ciudad francesa hasta finales de septiembre. La
colección también ha dado lugar a un libro, recién publicado, Mauvais genre (Éditions Textuel), que traza una historia anónima del travestismo durante el último siglo.
Dos ferrotipos decimonónicos retratan a proletarias vestidas con el
atuendo masculino, tal vez porque sus empleadores no pusieron cortes
femeninos a su disposición. Aparecen mujeres vestidas de esmoquin en la
Inglaterra victoriana y prisioneros de un campo de guerra alemán durante
la Primera Guerra Mundial,
engalanados con ropajes femeninos en un contexto enigmático. Después,
la colección se adentra en las bambalinas de un cabaret transformista en
el Nueva York de 1960 y en un exuberante concurso de drag queens,
un par de décadas más tarde. El conjunto recorre los cambios en el
significado social del travestismo, a través de imágenes que no fueron
tomadas para ser expuestas en público. “Recogen una memoria privada y
secreta. Por ese motivo, hay quien considera que mostrarlas en público
es una violación”, reconoce Lifshitz, que no comparte esa opinión.
“Estas fotos nos pertenecen a todos. Reflejan la historia de una manera
distinta: no a partir de los nombres ilustres, sino de la microhistoria,
de las vidas anónimas y olvidadas”, sostiene el cineasta de 48 años,
que se ha especializado en retratar la diferencia sexual a través de la
ficción y el documental, con títulos como Primer verano o Les invisibles.
Sin estar siempre animada por una voluntad subversiva, esta práctica
terminó adquiriendo un cariz político innegable, más allá del aspecto
paródico que suele asociarse al transformismo. “El objetivo de estos
hombres y mujeres no era solo burlesco. A veces, tenemos la sensación de
descubrir una especie de pretransexualidad, un precedente al actual
movimiento transgénero”, afirma Lifshitz. La historiadora francesa
Christine Bard, autora del ensayo Historia política del pantalón
(Tusquets), sostiene la misma tesis en el catálogo: “Como en el
desorden autorizado durante los carnavales, implica una suspensión
temporal de la prohibición de invertir los roles. Estas imágenes hacen
visibles los marcadores de género. Los desnaturalizan y revelan que son
un código, una arbitrariedad cultural”.
La estadounidense Virginia Prince, que nació llamándose Charles, se
convirtió en una pionera del activismo transgénero con su revista Transvestia,
que empezó a publicar en 1960. Desde sus páginas, dejó clara la
separación entre sexo y género (el primero corresponde a la biología; el
segundo, al rol que se le atribuye culturalmente). “Se confunde el sexo
con el género. Yo siempre soy de sexo masculino, pero cuando me
convierto en Virginia tengo género femenino”, dejó escrito. Se
anticipaba así a la tercera ola de feminismo que arrancó en los noventa y
a los grandes nombres de la teoría queer, como Judith Butler, autora de Deshacer el género, volumen de referencia publicado en 1990.
Para la historiadora de la fotografía Isabelle Bonnet, el valor de
este archivo es considerable, ya que “apenas existen
autorrepresentaciones de las minorías transgénero previas a los
movimientos de liberación gais y lésbicos de finales de los sesenta”. Es
decir, anteriores a la revuelta de Stonewall en 1969. “Su historia nos
concierne a todos, porque examina los estereotipos ligados a la
sexualidad y al género. El pensamiento binario de una virilidad
—positiva— opuesta a una feminidad —negativa— no es ni natural ni
demasiado antiguo. Se desarrolla en el siglo XIX y comporta una fobia de
la afeminación de los hombres”, asegura Bonnet en el libro. De ahí
surgirá la llamada “gran renuncia masculina”, teorizada por el
psicoanalista John Carl Flügel: la imposición de un vestuario
desprovisto de ornamentos para los varones.
Las imágenes más enigmáticas de la colección son las que se alejan
tanto de los parámetros políticos como de los burlescos, para
inscribirse “en un extraño deseo de normalidad”, como apunta Bonnet. Por
ejemplo, una larga serie de fotos describe las fiestas de un grupo de
hombres que, durante los años treinta y cuarenta, se reunieron a puerta
cerrada en sus domicilios de la periferia de Washington para vestirse y
maquillarse como mujeres. Pero no emulaban el estilo de las estrellas de
Hollywood, sino el de amas de casa de suburbio residencial. Mientras
tanto, en las universidades estadounidenses para mujeres se celebraban
los llamados mock weddings (o bodas de broma), documentados en
este archivo: una estudiante se vestía de hombre y la otra, de mujer. La
vida estudiantil suponía un paréntesis en el que la bisexualidad estaba
tolerada, antes del acceso a la vida adulta. En el viejo continente
tampoco faltan los ejemplos. En algunas regiones francesas, las mujeres
solteras solían vestirse de hombre durante las fiestas de Santa
Catalina, patrona de las célibes, hasta el primer tercio del siglo XX.
La depresión económica y el clima de preguerra hicieron que estos
ejemplos de travestismo lúdico cayeran en desuso, “aplastados por el
conformismo moral de los años treinta”, como apunta Bard.
La realidad ignorada
La publicación de Mauvais genre coincide con un momento de visibilidad creciente del colectivo transgénero en la cultura. Lo demuestran películas como La chica danesa o Tangerine, aplaudidas series como Transparent y Orange is the new black, o los artistas Zackary Drucker y Rhys Ernst, que reflejaron sus operaciones de reasignación de sexo en Relationship,
un proyecto fotográfico presentado en la pasada bienal del Whitney de
Nueva York. Esos ejemplos apuntan a una normalización relativa de una
realidad que, hasta no hace tanto, era ignorada o tratada de manera
truculenta o caricaturesca. “Se ha necesitado tiempo. La historia de la
transexualidad es muy reciente, porque no empieza hasta la posguerra
europea, a excepción de tres o cuatro casos”, contextualiza Sébastien
Lifshitz, que retrató a un personaje transgénero en Wild side,
una de sus primeras películas. “En los últimos 15 años, se les ha
empezado a prestar una atención fuerte en el cine y el resto de la
cultura, pero también en los estudios de sociología y de historia. El
problema es que los textos de la teoría queer no suelen contar
con imágenes que reflejen un fenómeno más complejo y diverso de lo que
habíamos imaginado”, afirma el director. Su colección supone, en ese
sentido, un referente visual bienvenido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario