Susana Vargas Cervantes / Horizontal
Los estudios sobre la homosexualidad masculina en México (y su relación con
el “afeminamiento”) realizados desde la perspectiva de Anglo-Norteamérica han
solido traducir los términos travesti, vestida, jota
o loca como transvestite o cross–dresser.[1]
Sin embargo –y este es el punto quisiera argumentar en el presente texto–,
en el contexto mexicano y latinoamericano en general, el término travesti
y la identidad que este supone no tienen el mismo sentido ni las mismas
implicaciones políticas que los términos transvestite o cross
dresser en inglés. Esto se debe, sobre todo, a que en el contexto mexicano
travesti entraña no solo una identidad de género, sino también una
identidad política. Así, en México el término travesti ocupa un
espacio conceptual bastante distinto del vinculado con el transvestite, que
en la cultura anglosajona remite a quien se viste con atuendos y accesorios
asociados normativamente con el sexo opuesto a fin de inducir a la excitación
sexual.
En español, el término travesti agrupa un conjunto específico de
características: una condición generalizada de vulnerabilidad social, una
asociación con el trabajo sexual, la exclusión de los derechos civiles
fundamentales y, sobre todo, la disputa por el reconocimiento de que todos
estos factores conforman una identidad política única.[2] En América Latina, las personas travestis
no se definen nada más por el uso de ropa del sexo opuesto con fines eróticos,
sino también por su lucha en favor de la afirmación de una identidad política
propia, situada fuera de la oposición binaria masculino/femenino.
Es así como muchas de las personas travestis de América Latina están
organizadas en función de la lucha política por el reconocimiento de su
identidad de género. En Argentina, por ejemplo, se han constituido
políticamente a través de diferentes organizaciones desde hace más de
veinticinco años;[3] en México, se han movilizado desde 1996,
a veces asociándose con otras identidades transexuales y transgénero.[4] Se trata, en palabras de Flavio Rapisardi, de una lucha concebida
como “la articulación y el proceso por el que los modos de control y de
reproducción de sistemas políticos de las relaciones hegemónicas son
cuestionados”. En el mismo sentido, la activista Lohana Berkins ha señalado que esta movilización política a favor de que “el
Estado y la sociedad acepten el travestismo como una identidad propia” tiene el
objetivo final de que las personas travestis se conviertan en sujetos de
derecho en sus propios términos, y no como “hombres” o “mujeres”.
Las vestidas
Muchas de las personas involucradas en las luchas políticas travesti en
México se auto-denominan como vestidas. Vestida, el
sustantivo y el adjetivo feminizado, se refiere a las personas a quienes en su
nacimiento se les asignó el sexo masculino, pero que se identifican con
significantes de género normativamente femeninos. Utilizada durante los años
setenta y ochenta como un término denigrante y persecutorio, la denominación vestida
fue luego reapropiada por las mismas vestidas y travestis como una forma de
empoderamiento. Para las numerosas travestis provenientes de los sectores
socioeconómicos de menores ingresos, la reapropiación de este término ha
representado una forma de oponerse a la marginación histórica de sus
comunidades.
La vestida se asocia también con un papel particular en el acto sexual: el
de ser penetrada. Esto es significativo en un país como México, donde prevalece
una vinculación entre homosexualidad
y afeminamiento masculino (en la prensa mexicana, por lo menos desde el
famoso “Baile de la Redada de los 41” de 1901). A la persona que tiene el papel
de penetrar durante el acto sexual no se le identifica necesariamente (o no se
auto-identifica ella misma) como homosexual. Es en la vestida sobre quien recae
propiamente este entendimiento del ser homosexual como afeminamiento masculino:
ella es la “pasiva”, la que es penetrada porque se viste y actúa como “mujer”
–siendo esto en un país machista como México un sinónimo de pasividad.[5] Sin embargo, y
como lo ha estudiado Debra Castillo, de acuerdo con muchas de las vestidas que
se desempeñan como trabajadoras sexuales, son en realidad los “hombres” quienes
desean ser penetrados por ellas, porque estos clientes “tienen la fantasía” de
un encuentro sexual con una “mujer que tiene un pene”.
Gays, vestidas y travestis
En artículos anteriores de esta serie expliqué cómo el término gay
en Anglonorteamérica remite a la estética de los años ochenta, mientras que
en México esa misma expresión, además de calificar una estética solamente para
aquellos con cierto capital cultural y capacidad de movilización, también
realiza una categorización de las clases sociales. El término maricón
de ambiente, por su parte, apunta a la asociación que los
medios y la cultura popular han establecido entre la homosexualidad y el
afeminamiento masculino, con el resultado de generar la estigmatización de
estos sujetos debido a su transgresión tanto del género como de la clase
social.
Esta misma relación entre la transgresión simultánea de la sexualidad, el
género y la clase social resulta también evidente en las diferencias
identitarias implicadas por los términos travesti y transvestite
en Anglonorteamérica; apunta, además, a una distinción de clase social en
México entre los términos gay, maricón, travesti y vestida,
que a su vez señala un proceso de subjetivación diferente al postulado por las
principales teorías performativas de sexo-género anglosajonas.
Es bien conocido que en Latinoamérica identidad y práctica
no van de la mano, como sí sucede en Anglonorteamérica. Es decir, como también
señalé en artículos pasados, auto-identificarse en México y América Latina como
homosexual (identidad) no implica necesariamente el tener relaciones sexuales
con el mismo sexo (práctica), sino que solamente alude al papel que se
ocupa en la relación sexual con el mismo sexo, siendo este papel el que define
la identidad.
La expectativa de continuidad y coherencia entre identidad, orientación
sexual y prácticas sexuales es la base para que las teorías performativas de
género/sexo establezcan una diferenciación entre “sujetos inteligibles” y
“sujetos ininteligibles”. Los sujetos inteligibles son aquellos que podemos
leer y con quienes podemos identificarnos, porque cumplen con las líneas
normativas de continuidad: son hombres que se visten como hombres, desean a las
mujeres y practican sexo con mujeres. Los sujetos ininteligibles, en cambio,
son aquellos a quienes no podemos reconocer, quienes no siguen las líneas de
continuidad y coherencia: por ejemplo, hombres a quienes les gusta vestirse con
ropa considerada para mujeres, que desean tanto a hombres como a mujeres, y que
practican sexo con hombres.
En México sucede algo particular: no solo no van de la mano identidad y
práctica, sino que, como he argumentado anteriormente, el género y la identidad
sexual están profundamente enmarañados con la estratificación social vinculada
con la tonalidad de piel, es decir, con las características de una sociedad
pigmentocrática. En la Ciudad de México, por ejemplo, en los bares de clase
media y alta el género parece seguir la línea de continuidad y coherencia
indicada por las teorías performativas de género/sexo. En otras palabras, la
clientela de un bar como el Guilt, de Polanco, consiste tanto de gays
“masculinos” como de lesbianas “lipstick”, es decir, caracterizadas
por contar con significantes “femeninos” como traer el pelo largo y usar lápiz
labial. La presentación de género es más a menudo transgredida en los bares con
clientela de la clase popular. En estos lugares (como El Cabaretito, de la Zona
Rosa) es fácil encontrar a más hombres “afeminados”, más mujeres “masculinas”,
y más vestidas y travestis.
Tenemos así que entre las clases medias y altas de México y América Latina
la presentación de género sigue una relación de coherencia normativa con el
sexo, más allá de la orientación sexual: los hombres tienden a tener una
apariencia normativamente masculina, y las mujeres, una apariencia femenina.
Por otro lado, tenemos también que en los sectores de la clase trabajadora la
presentación de género tiene una relación mucho menos coherente con el sexo:
muchas más mujeres pueden parecer masculinas, y muchos más hombres, femeninos,
de nuevo independientemente de su orientación sexual y sus prácticas.
En México y otros países latinoamericanos, estas diferencias de clase son
parte de un sistema económico fijo y enraizado en una sociedad pigmentocrática.
En esta sociedad, la estratificación social basada en la interacción entre
clase y tonalidad de la piel no solo materializa las diferencias económicas,
sino que interviene profundamente en los procesos de subjetivación que
determinan las relaciones de continuidad y coherencia entre género, sexo,
deseo, orientación y práctica sexual. En este aspecto, una distinción
fundamental entre Estados Unidos y Canadá, por un lado, y América Latina, por
otro, es que en la segunda región el tema de la supervivencia económica ocupa
un papel más central que en la primera. Al ser sociedades socioeconómicamente
más estratificadas, en los países de América Latina la clase media y la clase
trabajadora cuentan con espectros muy diferentes de posibilidades de empleo, y
el trabajo se convierte entonces en un punto importante de discordia.
(Foto: cortesía de jeduba_2008.)
Este ensayo forma parte de una serie de
textos para Horizontal que explora los vocablos propios de la
homosexualidad en México –como “maricón”, “puñal”, “joto” y “de ambiente”–, así
como las diferencias entre queer/cuir y sexualidades periféricas, y
travesti, transvestite e identidades transgénero y transexuales.
Notas y referencias
[1] Por ejemplo, el trabajo de Robert Irwin
(2000) sobre el “baile de la redada de los 41”; el de Irwin, McCaughan y
Nasser (2003) sobre el mismo tema; el de Joseph Carrier, De Los Otros:
Intimacy and Homosexuality Among Mexican Men (1995), o el muy citado libro
Mema’s house, Mexico City: on Transvestites, Queens and Machos, de
Annick Prieur (1998), por mencionar los más conocidos.
[2] Cabral y Viturro, 2006: 270; el énfasis es
mío.
[3] Por ejemplo: Asociación de Travestis de
Argentina, ALIT (Asociación de Lucha por la Identidad Travesti ), y OTRA
(Organización de Travestis Argentinas).
[4] Algunos de estos grupos son: Crisálida, Eón
Integración Transgenérica, Travestis México, Gen-T, Disforia de Género, Humana,
Nación Trans, Frente Ciudadano Pro Derechos de Transexuales y Transgéneros, Red
de Trabajo Trans, Almas Cautivas, El Club Roshell AC.
[5] El varón afeminado que ocupa el papel pasivo
durante el acto sexual, es decir: ser penetrado, se equipara a los
entendimientos normativos del papel que deben asumir las mujeres cis, y es
también conocido como chingada, según Octavio Paz, en su estudio de la
mexicanidad durante la década de 1950. Lo contrario de la chingada es
el chingón que demuestra el poder de su masculinidad al penetrar,
desempeñando el papel activo en el encuentro sexual. Chingón es un
término común que se utiliza en México para significar el ganador o la victoria.
Esta oposición chingado/chingón se ha estudiado como modelo
activo/pasivo para la comprensión de la homosexualidad masculina en México por
investigadores como Joseph Carrier (1995). Sin embargo, es imposible conocer
las prácticas sexuales en detalle o entender lo que realmente sucede en la cama
durante los encuentros sexuales. En su estudio sobre la homosexualidad y los
baños de la Ciudad de México, Víctor M. Macías-González señala que, durante el
periodo porfiriano (1877-1911), los higienistas pensaron en los baños públicos
como instituciones capaces de “transformar el país”, a pesar de que estos
establecimientos solo estaban disponibles para las clases medias altas. Fue
exactamente ahí, mientras los cuerpos desnudos yacían en el jardín o los
saunas, que para muchos varones homosexuales fue posible encontrarse, a pesar
de la ansiedad y los temores que rodean la homosexualidad. El papel que jugaron
los homosexuales en estos encuentros no está claro, pero es en estos baños
donde gran parte de la actividad homosexual masculina ocurría. ¿Es posible,
entonces, que la asociación entre afeminamiento y homosexualidad masculina
pueda deberse a la importancia de la higiene y de la belleza comúnmente
vinculada también al papel de la mujer cis y la feminidad? Este sería un tema
para futuras investigaciones, pero me parece que es importante cuestionar
cualquier supuesto basado en los papeles sexuales, cuando es muy difícil para
cualquier estudio empírico conocer realmente lo que sucede durante los
encuentros sexuales íntimos.
Susana Vargas Cervantes estudia las intersecciones entre género, clase y
tonalidades de la piel y es autora de "Mujercitos", publicado por
Editorial RM en 2014.
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